Desde antiguo, el acontecimiento enigmático de la belleza estuvo aparejado gloriosamente con el arte más excelso. En los últimos tiempos, no pocos artistas parecen alejarse de la belleza. Y lo hacen sin nostalgia, como quien camina por una senda segura, sin preguntarse a dónde les conduce. Conceden la primacía al mero hacer, hacer obras, como si todo cuanto produce una persona dedicada al arte tuviera calidad artística.
En cambio, en el campo filosófico y teológico se están abriendo hoy día a la belleza horizontes sumamente prometedores. A pesar de todas sus sombras, el momento actual se nos presenta como un tiempo oportuno –un verdadero “kayrós”– para descubrir el papel que está llamada a jugar la belleza en el mundo de la alta cultura. No es solo una delicia para los sentidos, un don de los dioses –como suele decirse–, una invitación constante a la alegría; es una vía privilegiada para hacernos pasar del nivel 3 al nivel 4, es decir, del plano donde resplandecen los valores al plano en que los valores hallan su última e insondable fuente.
Por eso necesitamos preguntarnos muy en serio qué significa la belleza, cuál es su origen, a dónde llega su fecundidad. No vamos, de momento, a preocuparnos por definirla, es decir, por acotarla dentro de unos límites. Vamos a vivirla, admirarla, sobrecogernos ante su indefinible encanto. Tal vez así nos pase lo que predijo Platón en su famosa Carta Séptima: tras darle muchas vueltas a una idea, de repente, como por un relámpago, se ilumina la cuestión, y esa luz es la filosofía.